miércoles, 20 de mayo de 2009

Un golpecito en la espalda no ayuda a pagar la cesta de la compra

Imaginemos por un momento, en un ejercicio de retrospección, que nuestro trabajo no es el que es actualmente. Imaginemos que cuando suena el despertador, nos entran unas ganas irrefenables de comenzar el día con optimismo, prepararnos un abundante y apetitoso desayuno e ir a la oficina, dispuestos a pasar un buen día. Imaginemos también que en el trayecto de nuestro domicilio a la oficina, una rutina que hacemos cada día de manera autónoma sin caer en los pequeños detalles de nuestro entorno, cada paso que damos es un paso lleno de esperanza y optimismo. Ya por último imaginemos que cuando entramos a la oficina, no solamente saludamos a nuestros compañeros que se sientan a nuestro lado, sino que nos reciben con carácter jovial nuestro coordinador, jefe de grupo o incluso algú miembro de la junta directiva. Es más, ya para poner la puntilla al ejercicio, que gozamos de buena salud, nuestro trabajo está remunerado de manera aceptable y que nuestra jornada laboral acaba los viernes a las 15.

Esa fue la idea que me hice de mi actual trabajo, hace ya más de un lustro. Por aquel entonces yo era un pre-adulto, que hacía poco que había salido de una tardía adolescencia. El primer día de trabajo fue maravilloso: mucha gente nueva, nuevas cosas que aprender, incluso, se podría decir, que había buen rollo, pese a la presión de los marcadores, indicando siempre una larga cola de interminables llamadas.

Pasaba el tiempo, y la ilusión con la que había comenzado mi nueva andadura se fue apagando poco a poco. Ahora temía el ruido con el que el diabólico despertador me golpeaba en la cabeza de buena mañana. Intentaba que la manecilla del minutero avanzara lentamente minuto a minuto, agotando el pequeño momento de placer que me ofrecían mis sábanas, calentadas por una corta pero intensa noche de descanso. Mis pisadas ya no desprendían optimismo y mucho menos esperanza. Cuando llegaba a la oficina, los números en rojo de los marcadores era la manera cínica que tenía la oficina de darme los buenos días. Todo esto, adrezado siempre con malas caras por parte de los omnipresentes miembros de la junta y de palmaditas en la espalda, reconociendo y dando ánimos por la faena bien realizada. Parece mentira que con el tiempo que llevan dirigiendo grupos de trabajo y empresas, aún no se hayan dado cuenta que un golpecito en la espalda no ayuda a pagar la cesta de la compra. Y así pasa día tras día, con la única esperanza e ilusión de que llegue el final de la jornada para poder salir a la calle y desintoxicarme del cargante ambiente de oficina.



3 comentarios:

  1. Muy bien, veo que no soy el único que ve la vida de color gris. Piensa que al menos tienes un coordinador jefe o una junta directava que te trata más bien o más mal, pero por lo menos compañero tienes trabajo. A mi, unos pocos irrespponsables, no me dejan tenerlo.

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  2. Tendremos que jugarnos a la pajita más corta el papel de optimista de la casa.

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  3. Si yo soy optimista, pero por ello no dejo de ser realista en temas laborales. En otros, no te lo discuto.

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